jueves, 10 de diciembre de 2009

Los intocables del Japón

Los intocables del Japón

“La homogeneidad de la sociedad japonesa es sólo aparente. Sigue estando organizada en castas invisibles, y nosotros, los burakumin, somos la categoría más baja...” Nadamoto Masahisa enseña historia contemporánea en la Universidad de Kyoto, antigua capital imperial del país del sol naciente. Fuera de sus cursos, este catedrático se bate por otra causa: la de los burakumin o eta-hinin (los “muy sucios” en japonés), que la sociedad nipona continúa marginando.
Considerada hasta la segunda mitad del siglo XIX como una minoría de “intocables”, la comunidad japonesa de los burakumin o buraku está integrada por más de dos millones de personas –sobre 126 millones de habitantes– repartidas en cerca de 5.000 localidades. Esos guetos son la consecuencia directa de la condición oficial de parias que los estigmatizó hasta su abolición en 1871, a comienzos de la era Meiji, durante la cual el Japón se industrializó a marcha forzada.
El término barakumin designaba en ese entonces a las personas empleadas principalmente en los mataderos, las curtiembres, los centros de desolladura de animales y las morgues. En resumen, todos aquellos que por su ocupación diaria estaban en contacto con los cadáveres y la sangre, actividad considerada impura según los preceptos del sintoísmo, religión tradicional del archipiélago.
Toda discriminación oficial y legal hacia los buraku ha desaparecido hace tiempo. Las autoridades niponas afirman con razón que esta casta invisible goza ahora de los mismos derechos que los demás ciudadanos japoneses, cuya morfología, lengua y religión comparte.
Pero lo que es cierto en el papel no siempre lo es en la cabeza de la gente. Nadamoto Masahisa impulsa, con otros militantes, campañas para protestar contra la discriminación solapada que siguen practicando los propietarios, los agentes inmobiliarios o los empresarios hacia los burakumin. “Muchos japoneses se lo piensan dos veces antes de alquilar un departamento a un buraku. Si la persona se identifica o se presenta como tal, todo se hace más difícil. Alojar a un buraku puede traer mala suerte.”
En el Japón de hoy, los burakumin sufren además una segregación social. “En los años 60-70 constituyeron el grueso de los jornaleros de la construcción y la industria. Hoy son los primeros en pagar los platos rotos de la crisis”, explica una abogada que lucha contra la discriminación salarial practicada contra los buraku en algunas grandes empresas.
Su concentración geográfica en ciertas regiones (como Kyoto u Osaka), facilita su identificación. Hasta el punto de que muchos de ellos ocultan su origen. Así, Hiromu Nonaka, un político muy influyente del Partido Liberal Demócrata, en el poder, se ha negado siempre a admitir sus vínculos con la comunidad burakumin. Peor aún: todavía ocurre que las familias japonesas burguesas verifiquen ilegalmente los antecedentes de sus futuros yernos o nueras “para evitar que contaminen a la familia”. Recurren a agencias especializadas de genealogistas que escudriñan los antiguos koseki (registros familiares) en los archivos de las prefecturas, muy a menudo con la complicidad de la administración local.

Richard Werly, periodista francés en Japón.

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