jueves, 10 de diciembre de 2009

La diáspora invisible

La diáspora invisible

Andrea Aravena Reyes, antropóloga y escritora chilena. encargada de Desarrollo de la Oficina de Santiago de Asuntos Indígenas, de la Corporación Nacional de Desarrollo Indígena (CONADI).

Medio millón de indígenas mapuches vive en Santiago de Chile. Lejos de su Araucanía natal, son estigmatizados y segregados por el resto de la sociedad.

Los indios mapuches representan el 10% de la población adulta de Chile: casi un millón de personas, de las cuales la mitad vive en la región urbana de Santiago. Para la mayoría de los chilenos, sin embargo, mapuche es aquel individuo que tiene apellido mapuche, que vive en Araucanía, en el sur del país, en comunidades tradicionales y que lucha por sus tierras. Los demás son ignorados. Y segregados.
En Chile, como en la mayoría de los países latinoamericanos, la Ley Indígena castiga la discriminación, pero quienes la padecen aseguran que la ley no sirve, porque, en Santiago, ni la policía les cree: “Cuando una va a quejarse ante Carabineros (policía militarizada) y les dice que la discriminación es un delito, ni ellos mismos conocen la ley. Nos miran asombrados, se ríen y dicen: ‘Señora, mejor váyase tranquilita a su casa’. Pero si uno le pega a un hijo porque se porta mal, ahí va la vecina a denunciar que los mapuches son violentos, y los Carabineros le creen todo a los chilenos…”, explica Elba Colicoi, de la Comuna de Peñalolen.
En lengua mapudungun, el término “mapuche” significa “gente de la tierra”. Hasta que Chile se independizó de España, a principios del siglo XIX, los mapuches ocupaban un territorio de 100.000 km2 en el centro sur del país, una superficie tan grande como Portugal. Entre 1866 y 1927 fueron confinados a vivir en unas “reducciones” de 5.000 km2, es decir, apenas 5% del área original.
Los límites impuestos a la propiedad mapuche, la falta de recursos y el empobrecimiento de las comunidades rurales provocaron una vasta corriente migratoria. Al cabo de 135 años de éxodo, que por lo general tuvo la forma de un exilio forzado, la mitad de esa comunidad terminó concentrándose en Santiago, la capital, y su área metropolitana. Si se cuentan los menores, uno de cada 10 habitantes del Gran Santiago es mapuche. Algunos intelectuales indígenas suelen definir esa migración como la “diáspora mapuche”.
Aunque en la actualidad sólo 20 % de los aborígenes permanece en las comunidades rurales, el resto de la población les atribuye ciertos criterios estereotipados de identidad que limitan su inserción en la comunidad nacional.
Después de 130 años de emigración, la “diáspora” urbana de los mapuches es una realidad. En los últimos años han creado más de 70 organizaciones para luchar por sus derechos y poner punto final a la negación. Pese a todo, es más fuerte la imagen rural que se tiene de ellos. En la ciudad son como “seres invisibles” que, según confiesan, sufren el estigma creado por la sociedad dominante, que los considera “perezosos”, “borrachos”, “culturalmente atrasados” y “conflictivos”.
Presionados por una realidad hostil, una gran mayoría termina por renegar de su identidad, rechazar su lengua y cambiar sus apellidos, con los consecuentes problemas cognitivos que esto provoca. Para desenvolverse adecuadamente en el medio urbano, deben “camuflar” su identidad mapuche y tratar de parecer sureños o campesinos; con ello, contribuyen a crear su propia “invisibilidad”. El principal obstáculo para su integración proviene tanto del trato discriminatorio que reciben de la sociedad como de las dificultades para sobreponerse a la situación de marginalidad que les toca vivir: el individuo discriminado genera una pérdida de autoestima que propicia una automarginación; esta situación estimula su propia negación y conduce, a su vez, a la negación de su entorno social.
En su mayoría, los mapuches urbanos viven recluidos en las poblaciones, esas barriadas de viviendas precarias que crecieron en torno de Santiago durante el último siglo. Incluso en esas zonas marginales, además de padecer los efectos de la pobreza y la exclusión, son discriminados por sus propios vecinos. “En la población somos mal vistos por los chilenos. Nos dicen: ‘Ahí vienen los mapuchitos’. Cuando se enojan nos tratan de ‘indio pa’cá, indio pa’llá’”, dice Juan Lemugnier, uno de sus dirigentes.
Para los niños, el principal problema es el bilingüismo. En su casa hablan mapudungun, pero la mayoría de las escuelas enseñan sólo castellano e idiomas extranjeros. Eso significa que las posibilidades de aprendizaje o de interiorización de la cultura receptora son diferentes, en perjuicio de los niños mapuches. Como consecuencia de ello, los padres optaron por no enseñarles la lengua aborigen para que aprendan a hablar mejor el español, lo que conlleva a una mutilación lingüística por motivos de pertenencia étnica.
En muchos hogares evitan hablar mapudungun porque creen que quienes no se expresan correctamente en español sufren la burla de los otros niños. Además, cuando dirigentes de organizaciones intentan llevar a sus hijos a la escuela con atuendos mapuches para reivindicar su “visibilidad”, tropiezan con la oposición de los inspectores que no los dejan entrar y los obligan a vestirse como el resto de los niños. Sólo se les permite usar sus trajes típicos en fiestas folklóricas, lo que equivale a “disfrazarse” de mapuche.
El perfil laboral del mapuche urbano corresponde a un individuo de escasa calificación, bajos salarios, alta movilidad y extensas jornadas de trabajo. A la discriminación por su apariencia física se suma una elevada exigencia y maltrato por parte de los patrones. Hombres y mujeres se sienten discriminados cultural y físicamente: “Los patrones y empresarios –suelen explicar– no nos contratan porque creen que somos conflictivos. Cuando nos emplean, quieren que estemos en la cocina, en el andamio o en la bodega, donde nadie nos vea. ¿Se ha fijado usted que mientras más prestigiosa es una empresa, más numerosas son las secretarias rubias y de ojos azules?”, reflexiona Juana Coliqueo de la Comuna de Quilieura. En consecuencia, éstos deben optar por otros trabajos.

Trabajos degradantes
Para las mujeres la ocupación más frecuente es el servicio doméstico, que además les asegura albergue y alimentación, y no están expuestas a la sociedad urbana. Los hombres encuentran trabajo en la construcción o las panaderías, donde se les autoriza a dormir de día y trabajar de noche. Esos recursos permiten al mapuche urbano permanecer “escondido”, evitar la discriminación y comenzar el aprendizaje del mundo urbano. Aunque esos trabajos son percibidos como actividades “forzadas”, “no escogidas”, “degradantes” y “no estimadas”, representan la principal fuente de empleo.
Los textos oficiales tipifican claramente el delito de discriminación en términos similares a la legislación de otros países. De acuerdo con esa definición, en la sociedad chilena existen tendencias racistas y xenófobas, y discriminación por motivos de “raza”, origen étnico o social. Y las principales víctimas son ese medio millón de ciudadanos que, para ser aceptados, deben someterse a la humillación de esconder su identidad y pasar desapercibidos hasta el punto de convertirse en seres invisibles.

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