jueves, 10 de diciembre de 2009

Colombia: segregación y humillación

Colombia: segregación y humillación

“¡Pero si en Colombia no hay negros!”, afirmó recientemente una colombiana radicada en Nueva York a la etnóloga Luz Rivera cuando ésta daba detalles de su investigación sobre las comunidades negras e indígenas en su país. “¿Cómo que no? ¡Pero si representan más del 22% de la población!”, replicó Rivera. “Si los hay no son colombianos”, insistió su interlocutora. Luz Rivera trató de explicarle que no sólo los más de siete millones de negros que hay hoy en su país son tan colombianos como ella, sino que, además, es muy probable que entre sus ancestros haya al menos uno. “¡Dios me libre de tener un negro en mi familia!”, le respondió.
Como en otros países de América Latina, el racismo contra negros e indígenas es una realidad en Colombia. Y, al igual que en los demás países de la región, las víctimas de ese racismo suelen ser “invisibles” a los ojos de quienes lo practican.
Los esclavos negros africanos fueron introducidos en territorio colombiano prácticamente con el arribo de los primeros conquistadores. Desde el comienzo, las comunidades negras se establecieron primordialmente en la costa septentrional, cerca de Cartagena de Indias, principal “puerto negrero” de la época, así como en el Oeste y en el archipiélago de San Andrés y Providencia.
Los “afrocolombianos” –como se los llama oficialmente– también están presentes en ciudades grandes y medianas como Cartagena, Buenaventura, Cali, Turbo, Barranquilla o Medellín. Allí, la segregación adquiere visos de humillación.
“En Cartagena, los únicos negros que pueden entrar a ciertos clubes y restaurantes son los que sirven. En Bogotá y Cali la mayoría de las empleadas de servicio son negras, vestidas a menudo con uniformes rosados”, afirma Luz Rivera.
Con el tiempo, la discriminación llevó a muchos a radicarse en zonas rurales, aisladas, donde hoy viven prácticamente en autarquía, trabajando en pequeñas fincas, como asalariados de grandes establecimientos agropecuarios o dedicados a la pesca artesanal de subsistencia.
Su situación, sin embargo, no es mucho mejor. Según el Tercer Informe de la Organización de Estados Americanos sobre la Situación de los Derechos Humanos en Colombia (1999) “un número desproporcionado de negros vive en condiciones de pobreza extrema”. Los afrocolombianos residen en algunas de las zonas más conflictivas del territorio nacional, reciben el ingreso per cápita más bajo del país, registran tasas de analfabetismo sumamente elevadas, altos índices de mortalidad infantil y enfermedades graves como la malaria, el dengue, infecciones gastrointestinales y respiratorias. Esto se debe –precisa el informe– a la falta de agua potable, de electricidad y de servicios médicos en el seno de sus comunidades.
Frente a esa exclusión, muchos grupos establecen mecanismos de cooperación que se han mantenido desde la esclavitud, cuando los negros fueron forzados a trabajar en las minas de oro y platino, mientras que los indígenas se dedicaban a la agricultura sedentaria. Luz Rivero ha estudiado estas relaciones interétnicas en un pueblo aislado a orillas del río Guayabero, en la Serranía del Baudó.
“Las tres decenas de familias de negros que viven allí crearon relaciones de parentesco ritual con las familias indígenas que habitan más adentro en la selva. Es común que un indígena pida a un negro ser el padrino de su hijo, sellando así una relación de ‘compadrazgo’ que facilitará la vida de ambas familias, sometidas por igual a la discriminación.”

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