jueves, 10 de diciembre de 2009

Bienvenidos a la fortaleza de Europa

Bienvenidos a la fortaleza de Europa

Ivan Briscoe, periodista del Correo de la UNESCO.

Los gobiernos europeos luchan por contener la afluencia de inmigrantes no calificados, pero abren sus puertas a lo más granado para hacer frente a sus necesidades económicas.

Cuando Huzefa Hundekari decidió que había llegado el momento de cambiar de escenario, la puertas de Europa Occidental se le abrieron de par en par. Con la ayuda de algunos funcionarios de inmigración y la promesa de un excelente sueldo, este ejecutivo de 29 años de una multinacional informática se integró a su nuevo puesto, en Frankfurt. “Todo el trámite no duró más de 20 días”, recuerda el joven, de nacionalidad india.
Desde un reducto de inmigrantes ilegales en París, la experiencia de la llegada de Hundekari a Europa parece casi un cuento de hadas.
Mamadou Traore, 35 años en la actualidad, partió hace una década de su Malí natal en busca de una nueva vida. Mamadou cruzó miles de kilómetros de desierto, se aventuró por Argelia cuando empezaba la guerra civil, atravesó el Mediterráneo en una embarcación precaria y llegó a París al cabo de tres meses, sin un céntimo y sin conocer a nadie.
Por desgracia para él, los funcionarios franceses de inmigración no conceden visas como premio al esfuerzo. Tres veces rechazaron sus solicitudes para obtener un permiso de residencia permanente. Ahora vive frugalmente, junto a otras 350 personas que pasan las mismas estrecheces procurando obtener alguna clave sobre su destino. “A cada instante puedes ser detenido o expulsado. Siempre has de estar preparado para lo peor.”

Dos siglos de migraciones
A juzgar por la diversidad de experiencias, no es posible dar una sola versión de la inmigración en Europa. Mientras Hundekari ha aprovechado los esfuerzos desesperados del gobierno alemán para subsanar la carencia de personal en los niveles superiores de la nueva economía, Traore forma parte de los cuatro millones de inmigrantes ilegales instalados en la Unión Europea que viven ocultos, rechazados por los gobiernos y los ciudadanos del país de que se trate.
Abierta para los calificados, restringida para los pobres e incluso los perseguidos, Europa Occidental está buscando un nuevo modelo de acogida. Por primera vez en treinta años, son los gobiernos los defensores del beneficio económico que representan los no europeos. Pero algo queda pendiente: si los inmigrantes son juzgados en función de su utilidad, ¿qué sucede con su estatuto?
Los últimos 200 años de historia europea han sido ricos en movimientos de masas, con su acompañante habitual, el odio xenófobo: polacos, eslavos y judíos avanzaron numerosos hacia el Oeste en el siglo XIX, recibiendo una acogida reticente de los países huéspedes, que se mostraron mucho menos reacios a poblar colonias y a despachar 50 millones de emigrantes allende el Atlántico antes de 1914. Tras la política racial desastrosa de los tres decenios siguientes, Europa reanudó con su postura normal de absorción laboral, contratando esta vez trabajadores de Asia, África y Oriente Medio en cantidades sin precedentes —alrededor de 70 millones, incluidos los que regresaron a su país de origen— para la labor de reconstrucción de la postguerra.
El vuelco desfavorable que experimentó la economía en los años setenta puso coto a esta afluencia. A su vez, el desempleo y los prejuicios dieron pábulo a una virulenta reacción de la derecha en Francia, Alemania y Gran Bretaña, principales países en peligro de ser “inundados”.
Para la elite política actual, las lecciones de esas décadas todavía están frescas. Es muy posible que los excelentes resultados de la economía hayan neutralizado los anatemas de los extremistas, pero limitar sigue siendo un aspecto primordial de la política de inmigración. Para los ministros de la Unión Europea, ello se traduce en reducir gradualmente la aprobación de las 390.000 solicitudes de asilo presentadas el año pasado y atajar el transporte ilegal de seres humanos, aunque más no sea —como afirman— para proteger el bienestar de los inmigrantes.
“Las personas que colaboran en este aspecto a nivel europeo pertenecen a los ministerios del Interior y de Justicia”, explica Virginie Guiraudon, experta en política de inmigración de la Universidad francesa de Lille. “Para ellas, política de inmigración es sinónimo de control. Mientras esos funcionarios manejen la situación, no hay ninguna razón para que cambie la política represiva.”
Sin embargo, pese a los esfuerzos de los ministros, la afluencia no parece mermar. Actualmente, se estima que el número de refugiados en el mundo es de unos 15 millones, en su mayoría como consecuencia de guerras o de crisis políticas. Sólo una pequeña proporción de esos individuos se encuentra en Europa, pero la globalización de los medios de transporte y de la información, y la acentuación de las desigualdades entre el mundo en desarrollo y el Viejo Continente —históricamente la principal causa de la inmigración masiva—, auguran que muchos más inmigrantes como Traore desembarcarán en las costas de la opulencia.
El peligro de abrir las puertas a este éxodo —sostienen los políticos— reside en un espectro permanente en Europa: la extrema derecha. Vlaams Bok es una de esas fuerzas políticas. Fundado en 1977 como partido nacionalista flamenco, su política frente a la población inmigrante en Bélgica es estricta y muy clara: cierre total de las fronteras, expatriación inmediata de todos los inmigrantes ilegales, expulsión sumaria de los extranjeros autores de delitos. “Éstos (los inmigrantes) no se adaptan”, declara Philippe Van Der Sande, portavoz del partido en Amberes, donde obtuvo 33% de los sufragios en las elecciones de 1999. “No quieren aprender el idioma. No les interesa nuestra cultura, sino sólo ganar dinero sin esfuerzo.”

Un debate pendular
En todos los países europeos es posible oír opiniones de este tipo, que incluso han adquirido un rango gubernamental en Austria. “Los europeos somos una minoría en el mundo y se sabe que disponemos de un buen sistema de protección social. Si damos la impresión de que cualquiera es bien acogido aquí, millones de personas querrán venir”, insiste Van Der Sande.
La ironía es que el péndulo del debate se ha trasladado de nuevo al campo de los economistas: lejos de estimar que abusan de la buena calidad del bienestar social, se toma ahora a los inmigrantes como un posible instrumento para mantener el nivel de vida en una Europa que envejece.
Si hemos de creer a la División de Población de las Naciones Unidas, por ejemplo, se necesitan 13,5 millones de nuevos inmigrantes al año para que se mantenga estable en el continente la relación entre trabajadores y pensionados.

Ciudadanos de segunda clase
Hasta ahora, las empresas han clamado por obtener un acceso sin trabas al mercado laboral mundial. La escasez de mano de obra en las nuevas industrias tecnológicas puso término en Alemania a 30 años de congelación del trabajo extranjero. El resto de Europa, Australia y Japón andan ya a la caza de genios de la infórmatica. Sin embargo, la actual recesión podría cerrar brutalmente las puertas: 400.000 extranjeros estarían por ser despedidos en Silicon Valley. Según fuentes periodísticas, cada uno de ellos tendría entonces apenas 10 días para dejar el país.
Pero Europa no sólo busca personal altamente calificado, también lo necesita para las actividades más duras. Es allí donde surgen las mayores contradicciones de la actual política de inmigración. Varios países han fijado cuotas para esas labores: Italia ha programado la concesión de 83.000 visas para trabajadores agrícolas, en tanto que en España se admiten las empleadas domésticas inmigrantes. Pero no cabe hacerse ilusiones sobre cuál será la procedencia de esta mano de obra barata. “En la construcción, el embalaje y la agricultura, la situación es la misma en toda Europa. Ya nadie que no sea inmigrante ilegal querrá dedicarse a recoger espárragos”, observa Guiraudon.
Mal pagados, totalmente privados de protección legal, dispuestos a realizar las labores más subalternas, los inmigrantes ilegales son los candidatos ideales para algunos empleadores. Aunque a Traore le han negado la visa, las autoridades francesas nunca han tratado de impedirle trabajar ni –insiste en este punto– pagar cotizaciones a la seguridad social por servicios a los que nunca tendrá acceso.
“Cerrar las fronteras sirve sobre todo para fabricar esclavos”, afirma Jean-Pierre Alaux, funcionario del GISTI (Grupo de Información y Apoyo a los Inmigrantes), una ONG con sede en París dedicada a ayudar a esos trabajadores. “La gente va a llegar de todos modos: todos los ministros del Interior lo saben y los empleadores también.”
La pregunta esencial para los gobiernos y los pueblos de Europa es si esta apertura de las fronteras, sotto voce y basada en criterios económicos, es la forma de crear sociedades bien integradas. Los desórdenes en varias ciudades del Norte de Inglaterra han demostrado en los últimos meses que incluso las comunidades procedentes de las corrientes migratorias de la postguerra siguen padeciendo una fuerte segregación. Para muchos activistas de los derechos de los inmigrantes, el peligro es que esta nueva apertura de la economía sólo refuerce un racismo profundamente arraigado. “En alguna parte de la mentalidad colectiva de Occidente persisten valores que son los mismos que en tiempos de la esclavitud”, sostiene Alaux.
Una demostración alarmante de estos prejuicios se produjo el año pasado cuando, en la ciudad española de El Ejido, el asesinato de una mujer por un trabajador marroquí con trastornos mentales desencadenó una ola de violencia contra los inmigrantes. Durante años, han venido a los huertos trabajadores del Magreb que han dado a esa región desértica una riqueza sin precedentes. Necesarios o no, esos obreros ilegales viven marginados, a menudo en chozas sin agua corriente ni electricidad, con remuneraciones miserables y despreciados por los agricultores locales. “Hay una expresión empleada por la población local: (los inmigrantes) que vengan, que atraviesen el Estrecho de Gibraltar, que se laven, tiren el agua y se hagan españoles”, explica Antonio Puertas, presidente de la ONG local Almería Acoge.
“¿Cómo es aceptado uno aquí? Aunque pudiera serlo, ¿quiere uno realmente deshacerse de la valija que tiene de sí mismo, blanquearse la piel y volverse cristiano?”, se pregunta Traore.
Aunque Europa ha logrado crear unos pocos centros urbanos de armonía multirracial, la discriminación cultural y la segregación económica, llevada al extremo en El Ejido, han resultado más difíciles de superar. Al cerrar las fronteras, remitirse siempre a la economía para justificar la inmigración, establecer cuotas y limitar el derecho de residencia permanente —incluso para los altamente calificados— los gobiernos parecen acentuar la idea de que los extranjeros son ciudadanos de segunda clase y parásitos en potencia.
Pero hay muchos otros imponderables. ¿Será la crisis de las pensiones tan grave como la anuncian las Naciones Unidas? ¿Podrá una Europa con libertad de movimientos para una población esencialmente blanca exacerbar los prejuicios contra los inmigrantes de fuera de la UE o mitigarlos? ¿Es posible que la recesión desencadene un rechazo violento a la inmigración incluso en los niveles profesionales (como ocurrió durante el éxodo de los judíos del nazismo)? Sólo una cosa es segura, que de todos modos reviviremos un viejo adagio: “Queríamos trabajadores, pero en su lugar conseguimos personas.”

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