domingo, 20 de marzo de 2011

LOS EJÉRCITOS, EL PUEBLO Y LAS AUTOCRACIAS

Deseos y trampas de las revueltas árabes



por Salam Kawakibi y Bassma Kodmani
Director de investigaciones y directora ejecutiva de la Arab Reform Initiative, respectivamente.
Traducción: Mariana Saúl

De Yemen a Argelia, de Marruecos a Jordania, los manifestantes que reclaman derechos políticos y sociales fueron brutalmente reprimidos. Pero en Egipto y Túnez, los ejércitos se disociaron de las fuerzas policiales y reconocen la legitimidad de las reivindicaciones. En el resto del mundo árabe, vacilan entre el pueblo y las autocracias.

Durante más de cuarenta años, en el mundo árabe “ejército” rimó con golpe de Estado, estado de emergencia, secreto y vigilancia. La institución era la base de los sistemas políticos o era su garante definitivo, pero se había vuelto discreta. Sin embargo, en numerosas ocasiones encarnó el papel de protector de la población y salvador del Estado. Aunque representa un componente del aparato securitario –el último recurso del poder– en Túnez y en Egipto lo hemos visto disociarse de las fuerzas policiales, reconocer como legítimas las reivindicaciones de los manifestantes y, finalmente, abandonar al jefe que él mismo había llevado al poder y bajo cuyo mando teóricamente operaba. ¿Qué pasó, en el transcurso de estas décadas, para que las sociedades se regocijen con la intervención militar –incluso como para llegar a reclamarla– como se pudo ver en Túnez primero y luego durante la revolución egipcia que barrió con el régimen de Hosni Mubarak?
Conociendo el peso histórico del ejército en la construcción del Estado-Nación luego de las independencias, la mayoría de los dirigentes árabes, hubieran surgido de él o no, comprendieron rápidamente el peligro que éste podía representar. 
Todos se propusieron marginarlo y neutralizarlo, sobre todo a través de privilegios económicos considerables. En Egipto, fue Estados Unidos quien financió en gran parte esta política a través de importantes subsidios concedidos a los generales. Éstos gozaron de autorizaciones para edificar centros comerciales, ciudades en el desierto y balnearios, y fueron admitidos en los clubes de élite que antes estaban reservados para la aristocracia cairota. Hoy ocupan todos los puestos de gobernadores a lo largo del país y dirigen las grandes empresas públicas y los gabinetes de varios ministerios.
Más seguridad, menos política
En paralelo, los jefes de Estado desarrollaron un complejo sistema de aparatos de seguridad dirigidos por oficiales de alto rango que se veían arrastrados a una lógica nueva: su misión de protección del Estado se metamorfoseaba en protección del régimen. Este deslizamiento se vio en todas partes, pero fue impulsado sobre todo por dirigentes surgidos de las filas del ejército. 
Los servicios de seguridad cumplen las funciones de información y de mantenimiento del orden, controlan el día a día de las actividades de los ciudadanos. Su multiplicación es la regla; según una estricta lógica securitaria, se vigilan mutuamente. En Egipto, el número de sus efectivos aumentó hasta alcanzar casi el triple del tamaño del ejército (1.400.000 personas contra 500.000 militares). Son pocos los ejemplos donde ambos servicios se fusionan en un cuerpo solidario, como ocurre en Argelia.
Concebidas como el brazo coercitivo de los regímenes, estas agencias de seguridad se convierten en los gestores directos de la política. Se plantean como interlocutoras privilegiadas de la población: obreros en huelga, desempleados e incluso manifestantes que exigen vivienda o el derecho a la tierra que cultivan. También regulan las relaciones entre comunidades de creyentes y fijan los límites de la libertad de expresión. 
Su penetración en todas las instituciones es antigua, pero la gestión directa de la vida pública por parte de los servicios (mukhabarat) conoció un auge sin precedentes durante la última década. Hoy las agencias operan a la vista de todo el mundo y el discurso de sus jefes traduce un sentimiento de omnipotencia glacial. “Aquí, todo es seguridad –declaró un alto responsable del Ministerio del Interior egipcio (1)–. Todo cae bajo nuestra responsabilidad: desde las aves en el desierto del Sinaí hasta los elementos de Al Qaeda que pasean por ahí, pasando por las mezquitas de El Cairo y Alejandría.” Hasta el control de los cerebros: en Arabia Saudita, en el contexto de la lucha contra el yihadismo, el Ministerio del Interior desarrolló el concepto de “seguridad intelectual”.
Así los dirigentes pueden dormir tranquilos: los hombres de la seguridad se ocupan de todo (y siempre más seguridad implica menos política). El término “securitocracia”, tomado del politólogo sudanés Haydar Ibrahim, caracteriza con precisión estos regímenes (2). Las insurrecciones en la región revelan, país tras país, el estado de delicuescencia de las instituciones políticas. En su mayoría, se trata de Estados objetivamente quebrados que los ejércitos se ven obligados a salvar. 
Las características de los sistemas securitarios del mundo árabe no difieren de lo que ocurrió en América Latina o en Europa del Este o del Sur antes de su transición democrática: escudos entre el Estado y la sociedad, funcionamiento en circuito cerrado de aparatos variables en tamaño y complejidad, pero cuya cultura de impunidad y modo de funcionamiento son siempre los mismos, y de los cuales emana una inexorable lógica del terror. Pero, aunque la tarea principal de estas formidables máquinas de vigilancia es mantener el miedo e impedir el desarrollo de lazos entre los ciudadanos, el miedo también reina, en todos los niveles, con más fuerza en la medida en que la jerarquía resulta más cambiante debido a las rivalidades de clanes.
Los hombres de uniforme caqui
Como efecto de las insurrecciones masivas que estallaron a principios de año desde el Magreb hasta el Mashrek se rompió el circuito cerrado en el cual operaban los aparatos de poder. La población, actor sorpresa, actuó como revelador de las divergencias y como catalizador de las rivalidades. Y puso a las estructuras del poder frente a un dilema: disparar o no contra los manifestantes.
Cuando la máquina securitaria se desordena, las disfunciones se extienden a otros pilares del poder: el partido dirigente, la oligarquía empresarial y, por supuesto, el ejército. La irrupción del pueblo tuvo como efecto la separación de las instituciones que servían al régimen de aquellas que se planteaban como servidoras del Estado, con el ejército en primer lugar. Al margen de las tareas de mantenimiento del orden, este último pudo desempeñar el papel de garante de la transición. Existen numerosas vías de conexión entre el ejército y el aparato securitario. La mayoría de las veces, el vínculo está garantizado por los jefes de los servicios de información militar, el general Omar Suleiman en Egipto o el general Mohamed Mediene en Argelia. Es por eso que ocupan la función más importante del sistema político.
Cabe distinguir la contribución real de los ejércitos tunecino y egipcio en el resultado de las revueltas. Como la mayoría de los dirigentes árabes que pasaron del cuartel al palacio presidencial, Zine El Abidine Ben Ali temía las ambiciones de los hombres de uniforme caqui. Con su llegada al poder, en 1987, el ejército sufrió una reducción de efectivos y de presupuesto, así como la destitución de varios de sus jefes. El caso no resuelto del accidente de helicóptero que, en 2002, había causado la muerte del general Abdelaziz Skik y varios altos oficiales acentuó el clima de sospecha que reinaba entre el palacio de Cartago y la institución (3). El ejército, apartado durante mucho tiempo de las decisiones políticas incluso durante los años de Burguiba (1957-1987), no estaba implicado en la vida económica del país y, por lo tanto, no participaba en la corrupción del régimen.
Los militares egipcios, en cambio, están en el poder desde la Revolución de los Oficiales Libres, en 1952. El coronel Gamal Abdel Nasser, fallecido con 85 libras egipcias en su poder, llevaba adelante un ambicioso proyecto de desarrollo social y económico para su país y para todo el mundo árabe. Su ideología nacionalista sedujo al pueblo, que le perdonó sus fracasos en materia de gestión política y sus ataques sistemáticos a la libertad de expresión. Su sucesor, Anuar Al-Sadat, también surgido del ejército y adalid del liberalismo económico en provecho de una nueva burguesía parasitaria, introdujo en cambio la cultura de la corrupción, asegurándose al mismo tiempo la lealtad del ejército: le otorgó privilegios económicos con el fin de marginarlo, después de robarle su “victoria” en la guerra de octubre de 1973 contra Israel (Guerra de Yom Kipur) con la firma de los acuerdos de Camp David, en 1978.
En el transcurso de los últimos diez años, el resentimiento de los militares hacia Mubarak aumentó. El ejército le reprochaba su negativa a nombrar a un vicepresidente –lo cual creaba una peligrosa incertidumbre respecto del futuro del país– y su terquedad para promover como sucesor a su hijo Gamal (4), un personaje a quien el ejército no confería ninguna legitimidad y cuyo ascenso lo habría privado del papel de “hacedor de reyes”. Finalmente, el presidente suscitaba descontento por haber permitido acaparar cada vez más riquezas a un pequeño círculo de empresarios que gravitaba alrededor de su delfín.
Un papel clave
En los días que precedieron a la caída del régimen, varias divergencias salieron a la luz: ¿había que seguir apoyando a Mubarak u obligarlo a dimitir? El consenso a favor de la segunda opción se reforzaba, pero el ejército parecía vacilar a la hora de asumir la responsabilidad de deponer al presidente. Las declaraciones estadounidenses, prudentes y a veces contradictorias, procuraban preservar hasta el final la estabilidad del sistema, incluso si ello implicaba la salida de Mubarak. Las últimas veinticuatro horas, entre el 10 y el 11 de febrero pasado, le permitieron al ejército darle a las manifestaciones toda su amplitud, facilitándoles el acceso a diferentes edificios simbólicos del poder (Parlamento y Palacio Presidencial), de modo de hacerlas aparecer como la causa principal de la caída del régimen. Al hacerlo, el ejército volvía a apropiarse del papel de “hacedor de reyes”, pero presentándose esta vez como refundador del orden político y comprometiéndose a construir un sistema democrático. Se esperaba su intervención, puesto que se la consideraba necesaria para proteger el proceso de transformación interna de las interferencias regionales y extranjeras (Israel, Estados Unidos, los otros países árabes e incluso Irán).
La gran diferencia reside en la naturaleza de la intervención militar: en Túnez, el ejército intervino para proteger al pueblo y con la aprobación del “amigo” estadounidense forzó la partida de Ben Ali. El ejército egipcio, por su parte, se impuso al principio de los acontecimientos para llenar el vacío securitario en la calle. Luego permaneció neutral cuando las milicias de Mubarak agredieron a los manifestantes en la plaza Tahrir. Es cierto que no disparó a la multitud, pero tampoco impidió que los otros lo hicieran. En definitiva, tomó la decisión de romper con un régimen agonizante y preservar el sistema. 
En Argelia, el papel político del Estado Mayor del Ejército se definió bajo la presidencia de Huari Boumédiène (1965-1978) con la aparición de la Seguridad Militar (SM). La “hacedora de reyes” es ella. En cada mandato político, la SM interviene para perpetuar un orden que se reveló sumamente estable, si se exceptúa el fracaso de 1991, de catastróficas consecuencias. Es el ejército quien hizo elegir a Abdelaziz Bouteflika en 1999. Pero los primeros signos de divergencia entre los servicios y el ejército aparecieron en 2004, cuando los servicios organizaron la reelección de Bouteflika, contra la opinión del jefe de Estado Mayor Mohamed Lamari. Como escribe Mustapha Mohamed: “El 2004 consagra la autonomización definitiva de los servicios y su supremacía sobre el ejército” (5). 
Con la llegada de Bouteflika desapareció la esperanza de sacar las cuestiones políticas de la órbita de los servicios, que retomaban todo el aparato estatal. Parece imposible romper el cerrojo: el ejército no puede retirarse de los asuntos políticos sin causar un vacío en el sistema, pero él mismo no hace nada que pueda favorecer el inicio del proceso democrático.
En el caso argelino, la imbricación de los aparatos militar y securitario los vuelve totalmente opacos y les otorga un control político infalible. En este modelo “ideal” de “securitocracia”, los responsables del Poder Ejecutivo, el presidente y el gobierno, en efecto gobiernan muy poco. La falta de preparación de la oposición pacífica indica que el cambio sólo puede venir del interior del sistema, pero resulta difícil imaginar a los responsables del orden favoreciendo cambios que comprometerían su propio estatuto. Por eso, hoy renace la esperanza de ver al actor “pueblo” lanzar una dinámica que lleve al descarrilamiento del nuevo régimen: ello pondría al aparato securitario y militar ante la fatídica decisión de disparar o no sobre la población.
También en Libia el ejército se vio marginado en provecho de los comités revolucionarios. Los campamentos del ejército fueron relegados al desierto. Durante los primeros días de la sangrienta represión ordenada por el coronel Muamar Gadafi se registraron casos de defección y su hombre de confianza, el general Abu Bakr Yunes Jaber, fue puesto bajo vigilancia. El refuerzo del sistema securitario –fundado en unidades especiales leales a Gadafi–, así como el recurso a mercenarios africanos, confirmaban que los dictadores no sólo desconfían de su población, sino también de su ejército.
Después de las revoluciones en Egipto y en Túnez, el ejército parece capaz de fijar condiciones para una vuelta al poder civil. Por ahora, nada permite sospechar que quiera suplantarlo. En Egipto el ejército intervino por decisión colegiada, como institución, en un contexto de levantamiento popular; todo ello debería impedir la tentación de los elementos más autoritarios de transgredir los límites que él mismo se fijó. Este retorno se operará probablemente a través de un pacto entre civiles y militares –tal como ocurrió en otros lugares– (6), lo cual permitirá a los segundos ponerse al amparo de eventuales represalias. En el caso del ejército egipcio, y con más razón en Argelia si fuera a darse un cambio, la negociación tiene todas las posibilidades de incluir el mantenimiento de privilegios económicos.
1 Durante un encuentro político organizado en marzo de 2008 por la Arab Reform Initiative (ARI) y con la participación de los miembros de seguridad y de la sociedad civil.
2 Haydar Ibrahim, “Al amnocratiya fil Sudan”, en una obra colectiva sobre las “securitocracias”, ARI, Ammán, de próxima aparición en árabe y en inglés en noviembre de 2011.
3 Según el diario Al-Sabah (Túnez, 22-1-11), se abrirá una nueva investigación.
4 Virginie Collombier, “Egypt: before and after”, Arab Reform Brief, N° 44, febrero de 2011, www.arab-reform.net

5 Mustapha Mohamed, “Etat, sécurité et réforme en Algérie”, en la obra colectiva, sobre las “securitocracias”, op. cit.
7 Stéphane Boisard, Armelle Anders y Geneviève Verdo, “L’Amérique latine des régimes militaires”, Vingtième siècle, N° 105, París, enero-marzo de 2010.

S.K. y B.K.

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