martes, 9 de noviembre de 2010

CUENTOS Y LEYENDAS DE IRLANDA

Un escritor, un país

Hugo Hamilton, de padre irlandés nacionalista y madre berlinesa antinazi, creció en los barrios pobres de Dublín. De “sangre impura” –para retomar el título de su novela autobiográfica– y emparentado con los inadaptados de la modernidad y los exiliados internos, este escritor prolonga una de las grandes tradiciones de la literatura irlandesa.


por Hugo Hamilton
Escritor. Autor de The Speckled People: A Memoir of a Half-Irish Childhood y Disguise, Harper Collins, Nueva York, 2003 y 2008, respectivamente.
Traducción: Mariana Saúl



Los irlandeses dominamos la imaginación con un brío particular. Ese talento único para la teatralidad es una de las características que nos hicieron famosos en todo el mundo. Para nosotros, en Irlanda, la historia que cada uno cuenta sobre sí mismo tiene a menudo más importancia que el recuerdo preciso de los acontecimientos. Las conversaciones, las exageraciones, el detallado comentario de nuestras vidas y nuestro país valen tanto como la realidad objetiva.Yo cedí a esa afición nacional por el estereotipo ¡que siempre traté de evitar! Pero el papel importante que desempeñó la imaginación en el desarrollo de la sociedad irlandesa quizá sea revelador, aun hoy, de nuestras fuerzas y debilidades.
En la actualidad los irlandeses atraviesan una profunda fase de introspección. El eslogan del momento es “Renovar la República”. Tras dos cortas décadas que se resumen en un alocado tour de compras durante el cual nuestra imaginación se transformó en fantasía de consumo, los principios de nuestros padres fundadores han vuelto al centro del debate mediático: ¿qué salió mal? ¿cuáles son los valores que verdaderamente nos importan?, y ¿qué esperamos realmente del futuro?
El carácter nacional irlandés está fundado en las aspiraciones. Nuestra historia se ha forjado en los sueños nacionalistas de libertad. Los sueños de innumerables emigrados que se vieron obligados a vivir en el extranjero deseando retornar a su tierra natal. Los sueños de prosperidad después de un largo pasado de miserias, hambrunas y ausencia de perspectivas, del cual el país finalmente salió gracias al boom de los años noventa.
Con una inversión enorme en educación y la adhesión al club Europa, esa prosperidad terminó llegando a las orillas de Irlanda y todos nuestros sueños se hicieron realidad. Los emigrados comenzaron a volver. La legendaria hospitalidad irlandesa permitió abrir las puertas de par en par a un flujo sin precedentes de inmigrantes, llegados sobre todo de las ex repúblicas del este europeo.
En la embriaguez inicial del auge económico, el país pudo incluso superar sus luchas religiosas para lanzar en Irlanda del Norte un proceso de paz que aún hoy constituye uno de los grandes triunfos de nuestra época; incluso cuando ahora mismo todo el resto parece haberse pulverizado otra vez.

El brusco despertar

Pero parecería que, de golpe, todos nuestros sueños se han visto brutalmente destruidos. Las causas del perjuicio ocasionado a Irlanda por las crisis actuales serán sin duda objeto de análisis por parte de los economistas, un análisis que les llevará seguramente varias décadas más. Quizá fue la sorpresa de ver concretarse nuestros sueños la que nos confundió y no nos dejó ver la posibilidad de un fracaso. Teníamos plata en los bolsillos, como suele decirse. Necesitábamos borrar el pasado con una furia de gastos.
Por otra parte, resulta sintomático que precisamente durante esa edad dorada Irlanda haya producido dos best-sellers internacionales sobre la pobreza: Las cenizas de Angela, de Frank McCourt, e It’s a Long Way from Penny Apples, de Bill Cullen, dos relatos que nos retrotraen al tiempo en que los niños caminaban descalzos. Cuando la economía anda bien, una nación puede permitirse enfrentar sus más oscuros secretos, como hemos hecho con todos los escándalos de abusos sexuales en la Iglesia o en el sistema educativo.
Ahora lo que vende son las historias de desmesuras, tanto en el sector inmobiliario como en el bancario. Buscar responsables para nuestras desgracias es parte de la cultura irlandesa, lo cual quizá tenga sus raíces históricas en la idea de que somos el pueblo que ha tenido que padecer la opresión colonial, la Iglesia Católica (1), la corrupción política y el mal tiempo.
En nuestra psiquis está inscripta esta postura de víctima noble que aún hoy nos impulsa a elegir chivos expiatorios mientras nos burlamos de nuestros desengaños (en este sentido, somos los especialistas mundiales). Tenemos fama de buenos perdedores. Al eliminar con una mano espectacular a nuestro equipo nacional de la copa mundial de fútbol, la estrella francesa Thierry Henry (2) probablemente haya ofrecido, en más de un sentido, un noble servicio a Irlanda, devolviéndole el precioso estatuto de los perdedores honestos, los desarmados, los castigados, los vencidos llenos de dignidad.
No obstante, la República de Irlanda cambió. Nos gusta creer que hemos salido de la etapa adolescente de la autocompasión. Al vivir en un país famoso por la juventud de su población, donde los hijos de los inmigrantes se suman hoy a los de los sucesivos baby-boomers, hemos adquirido una conciencia nueva sobre las realidades del terreno. Aun cuando el sistema económico mundial nos sigue atando a nuestro cochecito, hemos empezado a abrir los ojos acerca de nuestras propias responsabilidades. O al menos nos acunamos con esta idea.
Entre las voces que hoy se elevan con mayor vehemencia y autoridad están las de los especialistas en economía. Claramente, es más cómodo calcular lo que no funcionó que inventar una estrategia para reparar los daños. Cuando un gran periodista financiero adhirió a un partido político, el pasaje a la realidad fue tan desastroso que le alcanzaron apenas seis meses para renunciar. Entonces, más que el compromiso concreto con el mundo real, quizá sea nuestro talento de narradores lo que a veces tratamos de recuperar.
Ahora que tenemos los bolsillos vacíos, nos dormimos contándonos a nosotros mismos historias de gastos locos e irresponsables. Nos recordamos unos a otros la época en que ni siquiera nos molestábamos en comparar precios en el supermercado. Ahora que algunos predicen un posible regreso a las ollas populares, la verdadera obsesión es saber adónde se fue el dinero. Y si queremos leer historias de riqueza indecente más que de miseria indecente, a lo mejor es por simple nostalgia.
La imagen que se desprende de los años de prosperidad es la de las listas de espera en los grandes comercios de Dublín para comprar artículos de lujo. Productos sobre los cuales la gente se abalanzaba bajo el efecto de una euforia económica y que hoy más de uno quisiera devolver, si pudiera. ¿Para qué tener una fantástica cascada artificial en el jardín cuando cuesta pagar las cuotas del crédito? Sobre todo teniendo en cuenta que de todos modos ¡llueve!

El espejismo de la opulencia

Durante un corto período llegamos a un punto en que el valor de las cosas parecía estar en relación directa con el precio de la etiqueta. Como escribe la autora irlandesa Anne Enright para describir la embriaguez de la edad dorada, todo estaba destinado a tirarse y ser reemplazado, incluidos los cónyuges.
Las crónicas de los excesos más fastuosos circulan en torno a la industria de la construcción; una industria sobre la cual el país descansó de manera desproporcionada para crecer. Mientras las construcciones amenazaban cada centímetro cuadrado de espacio verde, el espejismo de la opulencia empezó a impregnar por primera vez la gran imaginación irlandesa con un puro materialismo marxista a la antigua.
Hay una historia de una transacción inmobiliaria, en Dublín, que reporta a su inversor un beneficio de un millón de euros por mes. La imagen de un techo de vidrio, en lo de un magnate de la capital, que se baja hasta cubrir la piscina y transformarse en pista de baile. Y también hay otros relatos, como el del famoso jugador de snooker invitado a bautizar una nueva mesa de billar o las estrellas internacionales que se traían en avión para presentarse en recepciones privadas.
Todos los domingos puede leerse y releerse el informe de los ágapes de la profesión. La descripción de la cena de una de las personalidades más prósperas de la industria irlandesa de la construcción en un gran restaurant parisino, acompañado de algunos amigos. Su mujer señala súbitamente la cartera haute couture de una de las invitadas, deja la mesa y se precipita hacia la boutique de al lado, donde, por la cifra de 2.000 euros, se compra la misma cartera Valentino y vuelve a tiempo para el postre.
¿Por qué en Irlanda nos sorprende tanto este tipo de anécdotas? ¿Acaso no corresponden a los clichés de la riqueza transmitidos desde hace años por las películas estadounidenses? ¿Qué nos hace creer que los irlandeses se comportarían diferente de los poseedores de las demás grandes fortunas del planeta?
La rapidez con la cual copian los códigos del éxito, el ardor con que se entierra el sentimiento de inferioridad que engendra el recuerdo de las hambrunas pasadas o se transforma nuestra imaginación en bienes materiales. La rapidez, también, con la cual volvimos a caer en tierra tras ese breve episodio en el aire.
La visión de esos terrenos loteados, vacíos e inacabados. La idea de todo el dinero dilapidado en maquillaje y accesorios, de las ocasiones perdidas. La entrega al alcohol y la droga. La perspectiva de ver de nuevo cómo los emigrantes abandonan Irlanda por los hipotéticos empleos en Canadá o en Australia.
Pero, mucho más que todo eso, el hecho de que esos relatos de lujosos caprichos no encajan con la historia que trazamos en torno a nuestra identidad. Son incompatibles con el mito de la “irlandidad” que desarrollamos a lo largo de los siglos y al cual nos seguimos aferrando.
Lo que a menudo oímos decir, hoy en día, es que la generación joven, que creció en una época relativamente próspera y estable y que no conoció las épocas de vacas flacas, no tiene la aptitud para imaginar una salida. Está tan condicionada por el recuerdo de la despreocupación y la prodigalidad que es incapaz de acusar el golpe de la frugalidad.

Una salida a la crisis

La isla de Achill, que se encuentra a lo largo de las costas occidentales del país, obliga a recordar la humildad que siempre formó parte del modo de vida irlandés. Todos los años se celebra allí un modesto festival literario en rememoración del escritor alemán Heinrich Böll, Premio Nobel de Literatura, que en los años cincuenta iba con frecuencia a la isla e incluso tuvo allí una pequeña casa. El hombre es famoso por sus advertencias contra el poder corrosivo del materialismo de la posguerra.
Este año fuimos invitados a recorrer el espectacular litoral del lugar muchas veces durante el fin de semana del festival. Sentíamos el movimiento de la roca bajo los pies, la brisa que soplaba desde el Atlántico. Nos llevaron al pequeño puerto de Purteen donde antiguamente se pescaba el tiburón peregrino, cuyas aletas se ponían a secar sobre los muros de piedra para luego exportarse a China.
Había un costado a la vez laborioso y audaz en esos tiempos antiguos. La gente estaba colmada de esperanza, música y cuentos. Era una época en que los irlandeses se alimentaban de su imaginación. Existía incluso un código natural de ayuda mutua y solidaridad, una especie de socialismo moderado: cuando volvían al puerto, los pescadores depositaban la captura del día en el embarcadero, se daban vuelta y tiraban a la suerte para que la pesca fuera repartida entre todos de manera igualitaria.
Esta visita era un recordatorio de las raíces de nuestra nación. Y posiblemente es un buen momento para volver a evaluar esos instintos heredados de la historia.
En Irlanda tenemos una expresión que dice: “da un golpe de látigo”, lo cual significa “inténtalo” o “aprovecha la ocasión”. Se la usa, por ejemplo, para alentar a un equipo deportivo (cuando ya no hay nada que perder, más vale tratar de dar lo mejor de sí, porque parece improbable que pueda revertirse la situación). Correr el riesgo es uno de los aspectos del optimismo irlandés.
Lo importante es saber en qué vamos a invertir nuestras energías para lanzarnos al futuro. Hace poco se celebró en Dublín un coloquio al cual fueron invitados la mayoría de los empresarios irlandeses que triunfaron en el exterior para que compartieran sus ideas sobre la manera de reactivar el país. Una de las principales conclusiones de ese fin de semana fue el fuerte reconocimiento del inmenso potencial creativo de Irlanda. “Jugamos en el patio de los grandes”, suele decirse: en arte, en literatura, en exportación de ideas.
Neil Jordan, el cineasta ganador del Oscar, señaló con mucho tino que si bien nos traicionaron nuestros políticos, nuestros banqueros y nuestra Iglesia, nuestros artistas nunca lo hicieron. Como resultado, existe un renovado interés por la creatividad irlandesa, considerada ahora la solución principal a nuestras dificultades. Así fue como el gobierno nombró embajador cultural oficial de Irlanda a Gabriel Byrne, el famoso actor; toda una novedad para el país.
Entonces quizá pueda salvarnos, finalmente, nuestro talento de narradores. Hoy en día hay nuevos relatos que alimentan a Irlanda: el de los inmigrantes, que nos traen sus influencias culturales, así como los irlandeses alguna vez llevaron su música al mundo. Irlanda vive un período de cambios profundos. Aun cuando la adaptación al golpe de la decadencia no se supera sin llanto, quizá la que se abre sea una época excitante, rica en nuevas perspectivas, un momento de renovación de la imaginación irlandesa.

1 Durante mucho tiempo la Iglesia Católica tuvo un peso considerable sobre la vida y el imaginario de los irlandeses, como muestra con particular eficacia su literatura. Hubo que esperar hasta 1973 para que se retirara la referencia explícita a la religión católica de la Constitución; la prohibición legal del divorcio fue derogada recién en 1996, y el aborto sólo está permitido si la vida de la madre corre peligro.
2 Durante el partido Francia-Irlanda, en noviembre de 2009, Thierry Henry tocó la pelota con la mano, acción que permitió la clasificación del equipo francés para la Copa del Mundo 2010. 

Informe Dipló –   18-10-10  Le Monde Diplomatique

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