jueves, 27 de octubre de 2011

El mundo debate, el país duerme


Por Federico Kukso
Periodista científico.

Tras la catástrofe de la central atómica de Fukushima, en Japón, en casi todo el mundo se renovó la aversión hacia la energía nuclear y el debate sobre su uso, que permanecían un tanto adormecidos. Pero en Argentina ningún candidato político menciona este tema.

Gustavo Cimadoro (www.muycima.tk)
ay ciudades que tardan miles de años en levantarse y tan sólo segundos en desaparecer. O lo que es casi lo mismo: en convertirse en pueblos fantasma, zonas radiactivas completamente excluidas de cualquier mapa o guía turística. La ciudad ucraniana de Chernobyl se unió a este club el 26 de abril de 1986. Y no está sola: nadie se olvida de la isla estadounidense Three Mile Island (y del incidente nuclear de 1979). Y el 11 de marzo pasado se sumó un nuevo integrante, un nuevo pueblo condenado: Fukushima, hasta entonces una localidad de 300 mil habitantes ubicada 200 kilómetros al noreste de Tokio, conocida por su increíble producción de seda y que, desde su fundación en 1907, cargaba con un nombre que no hacía más que tentar a la historia (créase o no: “Fukushima” en japonés significa “isla de la buena fortuna”).
Error humano uno y un susto provocado por errores de diseño y ayudado también por la posibilidad de la aniquilación total propiciada por la naturaleza el otro (un terremoto de 9 grados en la escala Richter dejó sin electricidad a esta región de Japón y el posterior tsunami dañó los generadores diesel que son los que brindan energía eléctrica en caso de emergencia), tanto el desastre de Chernobyl como el de Fukushima despertaron las mismas pesadillas y sueños de destrucción: el miedo a la tecnología fuera de control. El peligro que conllevan los mismos artefactos que el ser humano había desarrollado se volvió por un instante más tangible. “Nos hemos convertido en las herramientas de nuestras herramientas”, ya decía en 1854 el escritor y filósofo estadounidense Henry David Thoreau.
Las explosiones transmitidas en vivo por internet, los informes de liberación de radiación, las nubes que como hongos blancos escapaban de los edificios que albergan los reactores nucleares y las imágenes de hombres ataviados con mascarillas y trajes metalizados como si fueran invasores del espacio exterior no hicieron más que revivir aquel sentimiento desaforado de desesperación que emerge luego de un atentado, de un magnicidio o de un accidente fuera de control. Tres situaciones extremas con la misma constante: la incomprensión (¿Qué hace que un ser humano decida inmolarse en un subte londinense? ¿Qué pasó por las cabezas de aquellos individuos que un día se despertaron, secuestraron dos aviones y los estamparon contra dos torres colmadas de gente? ¿Cómo la gran potencia tecnológica del mundo, el país que inventó la palabra “tsunami”, decide construir una central nuclear en la costa y ubicar el sistema de respaldo eléctrico en el lugar más inundable de la planta?). Japón es un país estrangulado energéticamente. No tiene petróleo ni gas ni carbón ni las características geográficas para construir grandes represas. Y no tuvo más opción que elegir la energía nuclear que al año le aporta casi el 30% de su elemento vital, la electricidad.
La ironía no pudo haber sido mayor: el único país del mundo que sufrió en carne propia las consecuencias de la bomba atómica se enfrentaba a un desastre nuclear incitado por la naturaleza (y la negligencia humana, por supuesto).
Las réplicas de Fukushima
El caso Fukushima tuvo, como los terremotos, sus réplicas. Generó un shock tan grande a nivel internacional no por las víctimas que produjo o por las pérdidas económicas que les infligió a los bolsillos de los ejecutivos de la compañía eléctrica Tepco (Tokyo Electric Power). El efecto fue tan fuerte porque el incidente golpeó ahí donde duele: en el orgullo de una nación (“La causa del desastre fue el exceso de confianza en el poder de los sistemas y las decisiones humanas”, se lee en un editorial publicado en la revista científica Nature). El accidente nuclear fue una estocada para la imagen de Japón como país tecnológico. “Si pasó en Japón, ¿cómo no va a pasar en cualquier otro país del mundo?”, comenzó a preguntarse el televidente del otro lado de la pantalla.
Hasta marzo de este año, los ingenieros japoneses estaban totalmente convencidos. “Acá no puede suceder ­­–decían–. Esto no es la Unión Soviética ni Ucrania. Nuestras centrales son seguras”. Sin embargo, Fukushima cambió todo.
En una era marcada por la globalización, el incidente japonés fue verdaderamente global. Y volvió a activar las alergias mundiales ante la palabra “nuclear”, en una época en la que ya se apreciaban los primeros síntomas del renacimiento de este tipo de energía. Como una mancha de aceite, el “efecto Fukushima” se extendió por el planeta e hizo que los ojos del mundo se dirigieran con preocupación hacia las 432 plantas nucleares que operan en 30 países en todo el globo y los 66 reactores en construcción.
Donde más golpeó esta ola anti-nuclear fue en Alemania. Ya se advirtió el 12 de marzo cuando la revista alemana Der Spiegel con exageración tituló: “Fukushima: El fin de la era nuclear”. A días del incidente japonés, la canciller Angela Merkel revirtió su posición pro-nuclear y suspendió los planes del gobierno de alargar la vida de sus 17 plantas nucleares hasta que se complete una exhaustiva investigación de seguridad. Y ordenó el cierre de las siete plantas que iniciaron sus operaciones antes de 1980. ¿Conveniencia política ante la presión mediática o verdadera preocupación?
“La primera consecuencia positiva de Fukushima fue el reforzamiento de las condiciones de seguridad de todos los reactores del mundo –cuenta Jorge H. Barrera, director de la Maestría en Gestión de la Energía de la Universidad de Lanús–. Ahora van a tener más controles.”
Sin embargo, la ola de preocupación nuclear no estalló con tanta fuerza en Argentina. Quizás porque esta opción energética es de aquellos temas que se sabe que están pendientes, de los que se debe hablar o reflexionar, algo que al final nunca sucede. En el país, la energía nuclear es un tema invisible. Al fin y al cabo, son muy pocas las personas que saben (o les interesa saber) de dónde viene o cómo se produce la electricidad que ilumina nuestros hogares, que hace funcionar nuestras computadoras y mantiene encendidos nuestros celulares. Salvo, claro, cuando abruptamente se corta el suministro eléctrico y esta ausencia nos arroja a un estado de total abstinencia. De repente, aquel elemento mágico que baña nuestra existencia y hace que nuestras vidas discurran confortablemente desaparece y nos sentimos indefensos, desamparados como un hombre prehistórico en una caverna sin fuego.
Hablar de energía nuclear es un asunto tan espinoso en Argentina porque implicaría hablar también del gran monstruo negro que se avecina: una crisis energética a nivel nacional. Se sabe: en el mediano plazo, en los próximos 15 años, se encarecerán los precios de todas las energías fósiles como el petróleo o el gas natural.
¿Opción o necesidad?
En un escenario en el que las energías renovables (eólica y solar, por ejemplo) aún están atravesando su adolescencia –sus precios bajan pero por ahora no son energéticamente eficientes como para abastecer a megaciudades–, la energía nuclear más que como una opción es vista como una necesidad.
“Cuando vemos este panorama advertimos que la energía nuclear es absolutamente imprescindible a nivel mundial –explica Barrera–. Y en el caso de Argentina, decirle no a la energía nuclear significaría aumentar el consumo de carbón, petróleo y gas natural, cosa que no podemos hacer.”
Los defensores de la energía nuclear, además, subrayan su eficiencia. “Hay que pensar que con un kilo de uranio se puede generar una energía equivalente a la obtenida a partir de 100 barriles de petróleo, 20 mil m3 de gas o 35 toneladas de carbón –indica Rodolfo Kempf, investigador en Combustibles Nucleares de la Comisión Nacional de Energía Atómica (CNEA)–. Además, implica mucha más tecnología asociada, lo que supone un desarrollo más intensivo en conocimientos. El uranio debe ser declarado estratégico, debe prohibirse su exportación y sólo debe extraerse para ser utilizado como combustible nuclear.”
Obviamente, no hay una sino muchas visiones y opiniones sobre el tema. Y la crisis de Fukushima las multiplicó. Organizaciones ambientalistas como Greenpeace redoblaron sus protestas y volvieron a exigir –por enésima vez– la erradicación de la energía nuclear. Por ejemplo, Greenpeace International propone que para el año 2020 la energía nuclear utilizada en el planeta baje del 13% del total energético actual al 7%, para llegar al 3% en 2030 y estar en 0% en 2050.
Greenpeace, por supuesto, no es la única organización que ve en la energía nuclear un peligro real e históricamente comprobado. “Las centrales nucleoeléctricas no son una solución energética, son sólo un eslabón de una cadena de negocios que tuvo su nacimiento a la par de la industria militar –señala el ingeniero Pablo Bertinat, director del Observatorio de Energía y Sustentabilidad de la UTN Rosario y coordinador del área de energía de la ONG rosarina Taller Ecologista (http://www.tallerecologista.org.ar)–. No se ha resuelto el problema de los residuos más allá de los discursos y estos últimos 60 años de energía nuclear en Argentina van a dejar desechos que habrá que cuidar durante miles de años con sus costos asociados. El sector nuclear sólo está vivo por el instinto y la voracidad de la industria nuclear de sobrevivir. En lugar de pensar en algún tipo de reconversión lo único que intentan hacer es vender centrales y tecnología para sobrevivir.”
En Argentina, la energía nuclear representa el 6% de la energía eléctrica del sistema nacional. Actualmente, funcionan dos centrales nucleares: Atucha I, en la provincia de Buenos Aires, y Embalse, en Córdoba. Y se espera que a principios de 2012 entre en producción Atucha II, que va a incorporar 700 MW al parque térmico. Hasta se piensa en la construcción de una cuarta y quinta planta (Atucha III, un proyecto de más de 3 mil millones de dólares que sería realizado y financiado junto con Canadá, Rusia y Francia y que podría tener dos usinas de 1.000 MW). Además, en estos momentos la CNEA está desarrollando un reactor íntegramente diseñado en el país: el CAREM, un reactor de baja potencia cuyo primer prototipo sería de 25 MW, pero los siguientes podrían alcanzar los 300 MW. Sería capaz de proveer, por ejemplo, suministro eléctrico a ciudades aisladas.
Madurez atómica
“Argentina es un país maduro en el tema nuclear –indica Máximo Rudelli, autor de Dioses y demonios en el átomo: de los rayos X a la bomba atómica–. No sólo tiene más de 35 años de experiencia en la operación segura de centrales nucleares sino que además transcurrió todas las etapas como comprador de nuevas centrales: desde la compra llave en mano hasta la participación en la ingeniería y la responsabilidad total sobre la construcción y la puesta en marcha, poniéndose a la altura de los países más avanzados. Sería tonto dejar de utilizar una forma de generar electricidad tan cómoda y sin impacto ambiental.”
Más allá de las controversias, el incidente de Fukushima cambia las reglas de juego y, más importante, muestra que es necesario promover la discusión y evitar las posturas extremas. “No debemos ubicarnos en un bando. No se trata de estar a favor o en contra de la energía nuclear. Hay que mirar la situación energética a nivel mundial. El tiempo de la energía fósil barata, que fue la base del crecimiento de los países hoy desarrollados, quedó atrás –concluye Barrera–. En Argentina, desde hace cinco años el gobierno ha dispuesto recuperar la energía nuclear. La necesitamos. Además, muchos de los avances de este tipo de energía se desparraman por el resto del sistema científico. Por ejemplo, en la medicina. Si queremos seguir viviendo con nuestro actual estilo de vida no podemos darle la espalda a la energía nuclear.”

© Le Monde diplomatique, edición Cono Sur


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